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Edición Nro. 41

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COMO MOISÉS CUIDÓ EN EL
DESIERTO AL PUEBLO ELEGIDO

20 de octubre de 1995

La paz con vosotros, ovejas de mi grey.
Verdad es que difícilmente pueda un rico entrar en el Reino de los Cielos, no por lo mucho que posea, sino por la forma en que lo administra. Si no hace uso de la caridad verdadera, malgastará sus bienes buscando solamente su propio provecho egoísta. ¿Sabéis vosotros quienes son los más ricos en este mundo?, ¿sabéis, pues, quienes deben distribuir a la humanidad los mayores bienes?: son aquellos llamados al servicio del altar, mis sacerdotes, que tienen como misión distribuir la riqueza interminable de los tesoros que la Santa Iglesia guarda para toda la humanidad.
Por eso, como aquellos ricos que no usan de caridad en la administración de sus bienes, así también aquellos sacerdotes que no usen de caridad en la administración de los sacramentos a los fieles, no entrarán fácilmente en el Reino de los Cielos, pues si no tuviesen qué dar, no se les tomaría en cuenta, pero mucho es lo que he dejado en sus manos y si no lo distribuyen por comodidad, egoísmo, falta de amor, rendirán ajustadas cuentas frente a mí. Ellos son, pues, los guardianes y administradores del tesoro más grande, si no ocupan en esto su tiempo, todo lo demás de nada sirve, pues el mayor amor otorga los mayores bienes y aquel bien que he dejado en los sacramentos no puede ser superado por ningún otro bien material.
Tened paz. Bendito aquél que se preocupa de administrar los sacramentos a mi pueblo y los alimenta y cuida, como Moisés cuidó en el desierto a su pueblo elegido, porque infinita será su recompensa. Pobre aquél que deja a mi pueblo con sed y hambre de bienes sobrenaturales, porque sed y hambre sufrirán en sus castigos. Yo os bendigo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Todos responden: “Amén”).
Recordad: un árbol se conoce por sus frutos; un administrador fiel, por la preocupación que pone en la administración de los bienes. No confiéis en aquellos en quienes Yo, el Señor, no confío. Paz.

Lectura: Romanos, Cap. 9, Vers. 5 al 13.





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